Exhumación en el cementerio de San Rafael en Málaga |
Documentos judiciales y consulares inéditos localizados por Francisco Espinosa demuestran que la víctimas del periodo excedieron de largo las cifras oficiales
La Opinión de Málaga - Lucas Martín
06.09.2013
Fue en los años cuarenta. Cuando los cañones todavía humeaban. En los
juzgados, donde aún se tramitaba la pena última, algunos funcionarios
del régimen intentaban armar el rompecabezas legal dejado por la
represión de los primeros meses posteriores a la guerra. Por celo
profesional y también por la sospecha, cada vez más esclarecida, de que
se había actuado con una heterodoxia intolerable, cercana al desacato.
Cientos de ejecuciones llevadas acabo sin sentencia y sin la
autorización gubernativa, todas ellas procedentes de Málaga, lo que
alimenta la teoría, tan común entre los historiadores, de que el periodo
resultó en la ciudad mucho más macabro de lo que se presume en las
fuentes oficiales.
Hasta el momento había indicios. Jirones de evidencias y testimonios que hablaban de un montante de muertos muy superior a las referencias obtenidas en los archivos civiles y militares. Incluso, por encima del índice más detallado, el de Francisco Espinosa, quien con motivo de las exhumaciones en el cementerio de San Rafael, extrajo de los caóticos fondos documentales los nombres y apellidos de más de 4.400 fusilados. Es el propio Espinosa, quien se sumergió a diario y durante más de una década con los legajos, el que ahora, en el curso de sus estudios pioneros, aporta las pruebas científicas que acreditan efectivamente que la barbarie fue todavía más bárbara, con un volumen de víctimas entre 1937 y 1944 que la diplomacia británica y estadounidense de la época cifraba en 16.952 personas.
La inferencia de Espinosa, lejos de dar alas a ningún tipo de especulación, se fundamenta en documentos de los de timbre de circulación interna. Comunicaciones salidas de las entrañas del sistema de justicia de los propios represores, además de la correspondencia entre cónsules y embajadores. El primero de ellos, que pone sobre la pista de la arbitrariedad de los asesinatos, es un texto del 23 de julio de 1941 firmado por el general jefe de la 23 división del Estado Mayor en el que se ordena la presentación de todas las diligencias acerca de tres reos, Tomás Ruiz de la Herranz Jiménez, Tomás Ruiz de la Herranz Baras y Juan Arrabal Mate, condenados a muerte en Málaga. En un tono manifiestamente contrariado, el general exige los certificados de defunción «y un informe motivado de las razones por las que fueron ejecutados sin esperar el Enterado de la superioridad y el porqué no se dio constancia de dichas ejecuciones».
La anomalía, especialmente en lo que respecta al Enterado, que era el sello de conformidad de la autoridad de los superiores militares, se repite en otra carta, esta vez del asesor jurídico de la auditoría general de Málaga, suscrita ese mismo verano, el del 41. En esta respuesta, a la que ha tenido acceso este periódico, el responsable del servicio de justicia da cuenta de la brutalidad aniquiladora de los meses posteriores al conflicto, en los que se acabó por prescindir de cualquier tipo de legalismo, incluida la consignación del nombre de las víctimas.
El asesor llega a esta conclusión después de interesarse a petición del Estado Mayor por el destino de tres hombres cuya sentencia de muerte, aprobada en abril de 1937, fue aplazada por su condición de amancebados. A los acusados Gabriel Marín Valenzuela, Juan Ruiz Quero y Cristóbal Jiménez Gallardo, que formaban parte de un mismo expediente junto a otros seis detenidos, todos ellos fusilados, se les concedió una moratoria para que pudieran casarse. Sin embargo, posteriormente, no se encontró ningún documento ni ninguna petición de conformidad que completaran la causa. Un sistema que se repetía, según pudo comprobar, en muchos otros casos, con independencia de las circunstancias.
La reflexión del alto funcionario es espeluznante: «....en los meses que siguieron a la liberación de Málaga, y obedeciendo sin duda instrucciones u órdenes recibidas en tal sentido, al ejecutarse las penas de muerte no se consignaba en los autos más que una simple diligencia de notificación, sin consignar el número ni los nombres de los condenados, según puede observarse en cuantas diligencias de esta clase obran en los procedimientos tramitados, idénticas las diligencias que obran en estos autos y las que se extendían en la mayoría de los procedimientos y sin que el nombre de los ejecutados apareciera».
El documento alude en este sentido a un enjambre de cárceles provisionales extendido por toda la ciudad y a un trámite en los procesos de fusilamiento en el que la única referencia era una comunicación escueta a Sevilla y Salamanca. «Se llamaba por teléfono y simplemente se les decía el número de ejecutados», señala Espinosa.
La falta de registro de las ejecuciones, que condena al olvido a miles de crímenes cometidos en la provincia, es paradójicamente la expresión fedataria del alcance de la masacre. Y, sobre todo, de la carencia de recursos que permitan acercarse a sus magnitudes reales. La más aproximada quizá es la que reseña el cónsul de Estados Unidos, Harold B. Quarton, quien en 1944, le escribe al embajador de su país en Madrid, Carlton H. Hayes, para notificarle las cifras de la represión que manejaba su colega del cuerpo diplomático británico Robert G. Goldie. En esta carta, localizada también por el investigador Francisco Espinosa y consultada por este periódico, los cónsules se hacen eco de las cifras oficiales hasta la primera semana de agosto, en la que los nacionales, aclara, acribillaron a 3.500 personas y las milicias a 1.050, la mayoría bajo el gobierno republicano. A estos números, añade la ejecución de hasta 28 personas en el mes de agosto de 1944, con un seguimiento nombre a nombre extraído de los registros de las prisiones provinciales. Y un cálculo global procedente del propio Goldie, que basándose en los encarcelamientos y la desapariciones finiquita el periodo posterior a la guerra (1937-1944) con un balance siniestro: 16.952 víctimas de los represores.
El cónsul americano aclara que todos estas ejecuciones pertenecen a las represalias, que no a la contienda, y sitúa el volumen más verosímil en alrededor de 20.000 personas. El 10 por ciento de la población total de la ciudad. Un castigo feraz, asombrosamente cruento y con sombras silenciadas durante más de cincuenta años.
Hasta el momento había indicios. Jirones de evidencias y testimonios que hablaban de un montante de muertos muy superior a las referencias obtenidas en los archivos civiles y militares. Incluso, por encima del índice más detallado, el de Francisco Espinosa, quien con motivo de las exhumaciones en el cementerio de San Rafael, extrajo de los caóticos fondos documentales los nombres y apellidos de más de 4.400 fusilados. Es el propio Espinosa, quien se sumergió a diario y durante más de una década con los legajos, el que ahora, en el curso de sus estudios pioneros, aporta las pruebas científicas que acreditan efectivamente que la barbarie fue todavía más bárbara, con un volumen de víctimas entre 1937 y 1944 que la diplomacia británica y estadounidense de la época cifraba en 16.952 personas.
La inferencia de Espinosa, lejos de dar alas a ningún tipo de especulación, se fundamenta en documentos de los de timbre de circulación interna. Comunicaciones salidas de las entrañas del sistema de justicia de los propios represores, además de la correspondencia entre cónsules y embajadores. El primero de ellos, que pone sobre la pista de la arbitrariedad de los asesinatos, es un texto del 23 de julio de 1941 firmado por el general jefe de la 23 división del Estado Mayor en el que se ordena la presentación de todas las diligencias acerca de tres reos, Tomás Ruiz de la Herranz Jiménez, Tomás Ruiz de la Herranz Baras y Juan Arrabal Mate, condenados a muerte en Málaga. En un tono manifiestamente contrariado, el general exige los certificados de defunción «y un informe motivado de las razones por las que fueron ejecutados sin esperar el Enterado de la superioridad y el porqué no se dio constancia de dichas ejecuciones».
La anomalía, especialmente en lo que respecta al Enterado, que era el sello de conformidad de la autoridad de los superiores militares, se repite en otra carta, esta vez del asesor jurídico de la auditoría general de Málaga, suscrita ese mismo verano, el del 41. En esta respuesta, a la que ha tenido acceso este periódico, el responsable del servicio de justicia da cuenta de la brutalidad aniquiladora de los meses posteriores al conflicto, en los que se acabó por prescindir de cualquier tipo de legalismo, incluida la consignación del nombre de las víctimas.
El asesor llega a esta conclusión después de interesarse a petición del Estado Mayor por el destino de tres hombres cuya sentencia de muerte, aprobada en abril de 1937, fue aplazada por su condición de amancebados. A los acusados Gabriel Marín Valenzuela, Juan Ruiz Quero y Cristóbal Jiménez Gallardo, que formaban parte de un mismo expediente junto a otros seis detenidos, todos ellos fusilados, se les concedió una moratoria para que pudieran casarse. Sin embargo, posteriormente, no se encontró ningún documento ni ninguna petición de conformidad que completaran la causa. Un sistema que se repetía, según pudo comprobar, en muchos otros casos, con independencia de las circunstancias.
La reflexión del alto funcionario es espeluznante: «....en los meses que siguieron a la liberación de Málaga, y obedeciendo sin duda instrucciones u órdenes recibidas en tal sentido, al ejecutarse las penas de muerte no se consignaba en los autos más que una simple diligencia de notificación, sin consignar el número ni los nombres de los condenados, según puede observarse en cuantas diligencias de esta clase obran en los procedimientos tramitados, idénticas las diligencias que obran en estos autos y las que se extendían en la mayoría de los procedimientos y sin que el nombre de los ejecutados apareciera».
El documento alude en este sentido a un enjambre de cárceles provisionales extendido por toda la ciudad y a un trámite en los procesos de fusilamiento en el que la única referencia era una comunicación escueta a Sevilla y Salamanca. «Se llamaba por teléfono y simplemente se les decía el número de ejecutados», señala Espinosa.
La falta de registro de las ejecuciones, que condena al olvido a miles de crímenes cometidos en la provincia, es paradójicamente la expresión fedataria del alcance de la masacre. Y, sobre todo, de la carencia de recursos que permitan acercarse a sus magnitudes reales. La más aproximada quizá es la que reseña el cónsul de Estados Unidos, Harold B. Quarton, quien en 1944, le escribe al embajador de su país en Madrid, Carlton H. Hayes, para notificarle las cifras de la represión que manejaba su colega del cuerpo diplomático británico Robert G. Goldie. En esta carta, localizada también por el investigador Francisco Espinosa y consultada por este periódico, los cónsules se hacen eco de las cifras oficiales hasta la primera semana de agosto, en la que los nacionales, aclara, acribillaron a 3.500 personas y las milicias a 1.050, la mayoría bajo el gobierno republicano. A estos números, añade la ejecución de hasta 28 personas en el mes de agosto de 1944, con un seguimiento nombre a nombre extraído de los registros de las prisiones provinciales. Y un cálculo global procedente del propio Goldie, que basándose en los encarcelamientos y la desapariciones finiquita el periodo posterior a la guerra (1937-1944) con un balance siniestro: 16.952 víctimas de los represores.
El cónsul americano aclara que todos estas ejecuciones pertenecen a las represalias, que no a la contienda, y sitúa el volumen más verosímil en alrededor de 20.000 personas. El 10 por ciento de la población total de la ciudad. Un castigo feraz, asombrosamente cruento y con sombras silenciadas durante más de cincuenta años.
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