Pelotón de presos en La Aurora |
Público 31/7/13 Matilde Eiroa
Profesora de Historia del Periodismo y de Métodos de Investigación en la Universidad Carlos III
Profesora de Historia del Periodismo y de Métodos de Investigación en la Universidad Carlos III
Desde que en el otoño del 2006 comenzaron a abrirse las fosas con
cadáveres de republicanos fusilados en el Cementerio de San Rafael
(Málaga), se abrió un proceso muy complejo de identificación de los
restos y de debates entre las asociaciones de memoria histórica,
familiares de víctimas y responsables políticos para gestionar esta
dramática situación cuyo inicio tuvo lugar a partir de 1937 y todavía no
ha finalizado del todo. Después de años de conversaciones y no pocas
discordancias políticas, parece que el Ayuntamiento de Málaga, la Junta
de Andalucía, el gobierno central y los ciudadanos directamente
implicados, han coincidido en el levantamiento de un monumento en forma
de pirámide que recuerde lo ocurrido y revele los nombres y apellidos de
los ejecutados sin motivo y sin garantía jurídico-procesal alguna.
A pesar de que el asunto se ha prolongado excesivamente en el tiempo,
hemos de felicitarnos por este resultado que puede servir de reflexión
en torno a las dificultades que se plantean por aclarar la Verdad,
aplicar la Justicia y Reparar, en la medida de lo posible, a las
víctimas. Parece que la Verdad ha sido puesta de manifiesto por los
historiadores desde la década de 1990 a pesar de que muchos ciudadanos
no conozcan sus trabajos. Málaga, por ejemplo, fue una de las provincias
pioneras en sacar a la luz nombres, cifras, razones y métodos de la
represión, unos datos que ahora están siendo actualizados con la ayuda
de nuevos archivos y los testimonios de los familiares y herederos que
desde hace unos años se han decidido a hablar. Cuando se realizaron
estos trabajos no existía el movimiento memorialístico ni asociación
alguna que se ocupara ni preocupara por el asunto o que apoyara las
investigaciones de los pocos historiadores que se lanzaron a la
exploración de esta siniestra contabilidad. Poco a poco, sin embargo, se
ha ido dibujando un paisaje muy completo de la violencia ejercida por
los militares rebeldes. La Verdad es, pues, tan irrebatible que quien lo
niegue sólo puede deberse a que sea ciego, a que tenga por costumbre
calumniar o a que se trate de un ignorante.
La aplicación de la Justicia resulta, igualmente, tan razonable que
sólo hay que acudir a la Historia para comprobar que los militares
sublevados el 18 de julio de 1936 lo hicieron contra la legalidad
constitucional. En consecuencia, las autoridades deben partir de esta
consideración y anular los juicios, Consejos de Guerra y condenas por
causas relacionadas con la Guerra Civil. Y derivada de una correcta
diligencia de la Justicia viene la Reparación. Los familiares de las
víctimas exigen, por un lado, la anulación de las condenas que
equiparaban a sus antepasados con delincuentes comunes. Para ello es
imprescindible un cambio legislativo que haga posible dicha reparación,
la cual, en ningún caso, se pretende que sea económica. Aunque podría
pretenderse, porque la dictadura franquista recompensó con muchos
privilegios a los excombatientes de su ejército y a los excautivos del
gobierno republicano con asignaciones de quioscos, estancos, porterías,
cupos para oposiciones a la administración pública y un sinfín de
parabienes en becas, reducciones de precios en los transportes, etc. Por
otro, demandan políticas de memoria que informen y formen a los
ciudadanos sobre el tratamiento que recibieron los vencidos de la Guerra
durante las casi cuatro décadas de dictadura y los años de democracia.
Si en otros países, que han sufrido estas violencias extremas en
épocas más recientes y con mayor número de muertos, ha sido viable
alcanzar acuerdos para que estos hechos sean objeto de estudio de la
Historia y no de la Política actual, ¿por qué en España no es posible?
¿cuáles son las trabas que impiden que los represaliados republicanos
descansen y dejen de formar parte de la actualidad mediática? Podríamos
citar varias, como la herencia del denominado “consenso” practicado
durante la transición política a la democracia así como la indiferencia
y/o falta de voluntad política por hacer frente a esta cuestión tan
incómoda. Sin embargo hemos de destacar el hecho de que muchos
dirigentes de los gobiernos de la UCD y del PP son familiares y
herederos de militares, ministros y políticos del franquismo, con
implicaciones directas en la represión y en las ejecuciones de miles de
republicanos. Y aunque sus hijos y/o nietos no tengan responsabilidad
sobre los actos de sus antecesores, parece que no les gusta ver a sus
parientes implicados en asuntos tan poco cristianos y piadosos como las
represalias, las incautaciones de propiedades, el robo de niños de
republicanos, las venganzas o las delaciones, por no hablar de aquellos
que tengan en su árbol genealógico a quienes les gustaba tanto redactar
sentencias con pena de muerte o incluso ejecutar sin pasar por un acto
judicial.
Pero quisiera mencionar una traba mayor, casi intangible, que es el
desconocimiento y la ignorancia. ¿Cuántos de nuestros políticos conocen
el origen, gestación y desarrollo de la Guerra? ¿Son capaces de
distinguir lo ocurrido en la Guerra y en la posguerra? ¿Cuántos conocen
el procedimiento de creación y establecimiento del sistema franquista?
¿Quiénes son conscientes de sus consecuencias?
Desde estas páginas solo me queda sugerir, o tal vez mejor, reclamar a
los políticos, los historiadores negacionistas, los personajillos del
mundo editorial y mediático, los periodistas poco informados, y al
público en general, que lean los numerosos libros que existen escritos
con rigor y con documentos de la época. Solo así serán capaces de
diferenciar la actitud seguida por los ejércitos y los civiles
republicanos y franquistas, en qué épocas se desarrolló la violencia de
ambos, cuándo y cómo se contuvo, de qué cifras estamos hablando, quiénes
la rechazaron y quiénes la convirtieron en su sistema de gobierno. En
sus páginas comprobarán que también se analiza la llamada “violencia
roja”, es decir, las matanzas de Paracuellos —el principal reproche
contra la izquierda republicana—, la existencia de checas o la violencia
contra los religiosos, que, por cierto, en Málaga fue extrema. De esas
investigaciones se han obtenido datos que permiten afirmar que las
“hordas marxistas” practicaron dicha violencia durante el fatídico
verano de 1936 y que posteriormente hubo pocos actos de este tipo.
Paralelamente los documentos y los testigos confirman la existencia del
terror franquista desde julio de 1936, y se sorprenderán cuando lean que
el castigo perduró con el tiempo: el estado de guerra no fue derogado
hasta abril de 1948; la Ley de Represión de Masonería y Comunismo de
1940 estuvo vigente hasta 1963 y la de Responsabilidades Políticas de
1939 hasta 1966. Las actuaciones que los militares sublevados
denominaron “delitos” no prescribieron hasta 1966 y nunca hubo amnistía
completa y real, aunque se produjeron varias liberaciones.
Esperemos que Málaga sea también pionera en el cierre razonable y
justo de este episodio de nuestra Historia. Ya ha conseguido la Verdad,
solo queda que la Justicia actúe y se produzca la Reparación.
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