Carnet de deportado de Francisco Domínguez |
Diego Sánchez en Aires de Monda 1/5/15
El próximo martes 5 de mayo se cumplen siete décadas de la liberación del campo de concentración nazi de Mauthausen (Austria). Allí se les arrebató la vida a unos cien mil seres humanos. Varios miles de prisioneros eran españoles. Más de doscientos eran malagueños, de los que perecieron alrededor de ciento cuarenta y dos. Pero varias decenas de malagueños sobrevivieron, milagrosamente lograron sobrevivir a unas condiciones brutales e indescriptiblemente inhumanas. Uno de ellos era vecino de Tolox y se llamaba Francisco Domínguez Fernández, Frasco Mingue, como le apodaban. Nació un frío 28 de enero de 1921. Los otros ocho vecinos de la Sierra de las Nieves no aguantaron en el infierno de Mauthausen ni doce meses...
Antes de entrar de lleno en el tema me gustaría mostrar mi agradecimiento a una serie de personas que me han proporcionado información y datos valiosos para reconstruir parte de la memoria de una de las víctimas del genocidio nazi, Francisco Domínguez Fernández. A Francisco Lara de Tolox por haberme puesto en contacto con otras personas que conocieron a Francisco Domínguez y que me han proporcionado una preciosa información para contar su historia. Desde el grupo de de facebook que dirige y su blog IMÁGENES DE TOLOX, lleva años realizando una encomiable e imponderable labor de recuperación de la memoria visual de Tolox. A Carmen López, de Tolox, por regalarme la memoria de su padre. A Francisco Elena y su esposa Rafaela Vera, por recibirme en su casa y compartir conmigo los recuerdos y las pocas pertenencias de su tío Francisco Domínguez. A María Victoria Elena, depositaria de la memoria de su padre, íntimo amigo de Francisco, por haberme acercado a sus familiares y haberme aportado numerosos y valiosos datos. Sin su ayuda este post dedicado a Francisco Domínguez no podría haberse elaborado. A Anica Riveros por haberse interesado y haberme aportado sus recuerdos de infancia desde nuestra vecina Francia.
Estamos hechos de recuerdos. Nuestro cuerpo está edificado con carne y hueso, si, pero nuestra identidad, lo que somos y lo que hemos vivido, nuestra trayectoria vital… reside en nuestra memoria en forma de recuerdos. Sin embargo no sólo estamos hechos de recuerdos propios, también formamos parte de los ajenos y cuando nos vamos, sólo queda de nosotros los recuerdos que se alojan en la memoria de otras personas. Y en eso nos quedamos, en recuerdos de una u otra índole hasta que la llama de los que nos rememoran se apaga y los recuerdos desaparecen al igual que el viento otoñal arrastra consigo las hojas caducas.
Como si de un puzzle se tratara, a base de unir las piezas de la memoria de unas y otras personas que llegaron a conocer o a tener presente la figura de Francisco Domínguez Fernández desde Francia hasta la nívea localidad malagueña de Tolox, en la comarca de la Sierra de las Nieves, vamos a tratar de componer parte de la vida y tribulaciones de este toloxeño conocido popularmente como Frasco Mingue en su movido periplo vital desde su huida de España durante la Guerra Civil, pasando por su integración en un campo de refugiados francés y en las fuerzas galas, su ingreso en un campo de prisioneros alemán y su deportación al infierno de Mauthausen hasta conseguir su ansiada libertad y vivir en el exilio francés prácticamente el resto de su vida.
El recuerdo de Francisco Domínguez se desdibuja en la memoria de la niña que fue Anica Riveros cuando en sus años de infancia, hacia finales de los años sesenta del siglo pasado, visitaba a su familia en la coqueta población francesa de Tracy le Mont (Compiègne). De él sólo recuerda su visage, su rostro, y que venía con una niña pequeña con la que jugaba, posiblemente la hija de su sobrino.
Pero para saber como Francisco acabó en Francia debemos viajar en el tiempo y en el espacio muchos años atrás, concretamente a la bella población de Tolox y hacia la mediación de los años treinta de la pasada centuria, un pueblecito con más de mil años de historia avenado por dos pequeños ríos que descienden bravíos de las montañas que lo rodean, de calles laberínticas y quebradas jalonadas por casas blancas de tejados rojizos con pequeñas ventanas que se fundían con los restos de su viejo castillo moro y donde sólo despuntaba muy por encima del resto de las edificaciones la majestuosa torre-campanario de la iglesia de San Miguel Arcángel.
Manuel Vázquez del Río, en su “Cosas de Tolox” y Virgilio Ruiz Gallardo en su “Vivencias de Tolox” nos narran los sucesos acaecidos en este pueblo durante los años de la II República y la Guerra Civil, pero es Carmen López, vecina de este pueblo, la que evocando la memoria de su padre nos informa del asalto a la iglesia de San Miguel Arcángel y la destrucción de las imágenes religiosas tras el golpe militar. Su progenitor, que entonces eran un chiquillo, quedó muy sobrecogido por los hechos de los que fue testigo durante el ataque al templo y la destrucción de los santos. Especial impresión le causó ver a un miliciano ataviado con ropajes religiosos y disparando al cielo, por lo que pensó que un santo había cobrado vida y estaba disparando. Este hombre le contaba a su hija como algunos milicianos locales trataron de indultar la imagen del patrón de Tolox, San Roque, ciñéndole un pañuelo rojo al cuello y alegando que se trataba de un santo comunista pues en vida todo lo había repartido entre los pobres. Sin embargo ni éste se salvó de las llamas pues un miliciano procedente de la vecina población de Alozaina señaló que “ni San Roque ni Dios se salvaban de la quema”, sentenciando la imagen a la hoguera.
Efectivamente. Fuentes del Archivo del Obispado de Málaga informan que el templo fue cerrado el 14 de mayo de 1936 y que tras el golpe de Estado, el 25 o el 26 de julio, fue saqueado, sus imágenes, altares y retablos destruidos y el edificio reutilizado como centro socialista. Sólo se salvaron dos figuras, la Virgen Niña y unas manos y la cabeza de un Cristo atado a la columna que reconvertido actualmente en Nazareno.
No era esa la primera vez que la iglesia de Tolox sufría las iras del pueblo. Trescientos sesenta y ocho años atrás los moriscos de esta localidad se habían ensañado con los símbolos de los opresores cristianos, especialmente con la iglesia a la que, erigida sobre la destruida mezquita, le profesaban un odio especial que les llevó a prenderle fuego.
No sabemos con seguridad si Francisco Domínguez, el menor de cinco hermanos, fue testigo de los hechos o activo participante, lo que si sabemos gracias a la memoria de sus familiares es que poseía un fuerte espíritu republicano que manifestaba abierta y públicamente, sin temor alguno. Tampoco sabemos si era militante de algún partido o de alguna organización política. Sin embargo, pese a no haber cometido ningún delito de sangre y ante la inminente caída de Málaga y el resto de la provincia en manos de los sublevados, huyó del pueblo como muchos otros vecinos temiendo por su vida. Desde su salida de Tolox hasta la llegada al sur de Francia sus familiares no conocen ningún detalle. Es posible que buscara refugio en Málaga y tuviera que huir a Almería junto con más de cien mil malagueños por una carretera en la que durante días los huidos fueron tiroteados y bombardeados desde aviones y barcos por las fuerzas golpistas y sus aliados, causando miles de muertos entre una indefensa población civil en un acto tan sumamente bárbaro como inclasificable. De ahí presumiblemente marcharía a Valencia y Cataluña buscando la frontera francesa junto a casi cuatrocientos mil republicanos más a medida que se venía abajo la II República y que se avecinaba el desastre. De esos años sus familiares lo desconocen todo de él.
Huyó de Tolox y ya nunca más pudo volver a ver, besar ni a abrazar a su amada madre Isabel, ni sentir su calor maternal, pues ella ya no vivía cuando él abandonó el infierno terrenal de Mauthausen.
Es en la frontera francesa y pasados los Pirineos donde nuevamente afloran los recuerdos. En un documento de identificación francés expedido en mayo de 1978 se recoge que entró en Francia el uno de enero de 1939. Sus familiares saben que estuvo en un campo de refugiados -pero no saben cual- y que trabó una gran amistad con un médico catalán. Vistas las maniobras de los alemanes y la invasión de Polonia, las autoridades galas le ofrecieron volver a la España de la que había huido o integrarse en las fuerzas francesas. Según rememoran sus familiares fue la opción segunda la que escogió incorporándose a una Compañía de Trabajadores Españoles pensando, como muchos otros, que sería mejor hacer frente a los alemanes en Francia que atravesar la frontera y encontrar una muerte segura. “Para España no puedo volver y a esta gente yo me tengo que unir (franceses) para luchar contra los otros (alemanes)”. Salió de España huyendo de una guerra y se encontró con otra.
Desconocemos el lugar concreto a donde fue destinado pero lo más probable es que fuera al norte de Francia, donde fue capturado por los alemanes junto a miles de compatriotas españoles y de soldados franceses. Tampoco sabemos cuando ni en qué lugar, pero la mayoría de los republicanos españoles que sirvieron en las fuerzas francesas fueron apresados en la denominada “bolsa de los Vosgos”, una región boscosa -actualmente Parque Natural Regional y lugar donde el
En los campos de prisioneros la situación de los internos era mucho mejor que la que les esperaba en Mauthausen ya que les trataban siguiendo los tratados internacionales. Solían realizar trabajos agrícolas y forestales, acometer la limpieza del campo, realizar reparaciones y toda suerte de trabajos… la alimentación y la higiene, aunque escasa, era razonable para aquellas circunstancias de privación de libertad y derechos fundamentales. Francisco Griéguez, un español que acabó en Trier, encontraba las condiciones del campo acogedoras y declaraba que “no estábamos mal porque nos trataban como a prisioneros de guerra, igual que los soldados franceses. El rancho era suficiente y para todos igual” (testimonio recogido en “Los últimos españoles de Mauthausen”, de Carlos Hernández). Pero no nos engañemos, eran prisioneros de guerra del ejército alemán.
Sin embargo Frasco Mingue así como el resto de los españoles de su campo y otros repartidos por la geografía germana y los países invadidos, empezaron a ser trasladados al campo de exterminio de Mauthausen para su explotación y aniquilamiento. Francisco llegó a Mauthausen el jueves tres de abril de 1941 con 29 años recién cumplidos. Allí fue bautizado con el número 3934, su nuevo nombre en los próximos cuatro años y poco, recibiendo unos hirientes zuecos de madera y un uniforme con rayas azules en el que llevaba cosido un triángulo azul con una S en su interior. A partir de ese momento y en los siguientes años ya no sería Francisco Domínguez Fernández sino el rotspanier 3934.
Es posible que llegara a conocer al morisco Diego Cantarero Ballestero, el único procedente de un pueblo de la Sierra de las Nieves -Casarabonela- que aún no había sido trasladado a Gusen, cosa que ocurriría el 20 de octubre de ese mismo año con un funesto resultado.
Francisco casi nada habló de Mauthausen a sus familiares, pero hemos de imaginar las vicisitudes que vivió, el hambre terrible y voraz a la que fue sometido, las palizas de las que fue víctima, las extenuantes jornadas laborales que le robaban las fuerzas y la vida, la falta de higiene y de medios médicos que le restaban salud…
Cuando muchos años después en las vacaciones estivales que pasaba en Tolox con sus sobrinos -casi su única familia- se quitaba la camiseta para echarse una siesta, dejaba al descubierto un torso estigmatizado, surcado de cicatrices y verdugones. La hija pequeña de su sobrino Francisco Elena, con natural curiosidad infantil, le preguntaba sobre el origen de aquellas cicatrices. Él contestaba que “eran verdugones de los varazos que me daban”, pero ya no argumentaba nada más. Aquellas heridas cicatrizadas seguían permaneciendo frescas, abiertas, supurando los sufrimientos padecidos y los horrorosos recuerdos. Eran el fruto de las palizas y golpes que le propinaban los kapos y los nazis y que le seguían doliendo en lo más hondo. No se puede sobrevivir a un campo de concentración como Mauthausen sin traer de vuelta algunas cicatrices tanto físicas como psíquicas, sin llevar contigo el resto de tu vida un trozo de ese infierno.
De lo poco que hablaba sobre el tema señalaba que lo que más le dolía y lo que más pena le daba era de los niños. El trato que recibían por parte de los sádicos nazis le ocasionaba un profundo e inconsolable sufrimiento. En varias ocasiones presenció el asesinato de niños. En una de las pocas veces que sacó el tema mencionaba que un día los nazis habían gaseado a grupo de personas. Entre ellos había una chiquilla que había sobrevivido a la ducha de gas y se mantenía con vida. La niña gemía y lloraba desconsolada, débil y aprisionada entre la confusión de una maraña de cuerpos muertos y desnudos pertenecientes a sus padres, amigos, hermanos... Cuando los nazis se percataron de que seguía viva, tomaron un arma y le dispararon reiteradamente acribillando su cuerpecito hasta acabar con su vida. Francisco sufría porque ni él ni sus compañeros podían hacer nada por salvar a aquella niña inocente, a aquella pequeña criatura. Presenciar estos horribles actos causó un profundo trauma en Francisco (y lo provocaría en cualquier ser humano) que no soportaba ver, ya en libertad, como reñían a los niños.
A veces mencionaba que en los barracones donde dormían, las noches de más frío trataban de juntarse lo más posible y estar más pegados para calentarse con el poco calor que desprendían los pellejudos y huesudos cuerpos de unos y otros. Aún así, cuando amanecía, siempre había cadáveres en el suelo... Igualmente rememoraba como había padecido y resistido algunas duchas con agua helada, esas que siempre dejaban un reguero de víctimas tan debilitadas que eran incapaces de soportar el frío brutal. Francisco no quería ver ni películas ni documentales que versaran sobre los nazis, los campos de concentración o la Segunda Guerra Mundial… no quería ni oír hablar ni en alemán. Sin ningún género de duda para Frasco Mingue “los alemanes eran los bichos más malos que Dios había puesto en la tierra”.
A pesar de todo el dolor y el sufrimiento también había sitio para la solidaridad y fue ésta la que le salvó a él y a la mayoría de españoles de acabar en las tripas del crematorio. Francisco contaba que pasó muchísima hambre, que comían muy poco, poquísimo. Las cáscaras de patatas, de melón, de fruta, de lo que fuera… las cogía de las cocinas como podía y las guardaba al igual que hacían sus amigos. Luego compartían el botín y se alimentaban con las cáscaras. Recuerda Rafaela Vera, la esposa de su sobrino, que muchos años después, cuando pelaba las patatas para el almuerzo, señalaba las mondas y decía: “¡Eso, eso, eso que estáis tirando, eso me salvó a mí!”.
Un día, rayando el fin de la guerra, los presos miraron al cielo y lo vieron completamente encapotado de aviones que lanzaban cosas. Francisco Domínguez y sus compañeros pensaron que los estaban bombardeando, que iban a morir. Pero eran aviones americanos y no lanzaban bombas ¡Lanzaban chocolate y bizcochos! ¡Caía sobre ellos una lluvia de chocolate y bizcochos! Contaba Francisco que todos los presos estaban muy débiles y los que estaban mejor desenvolvían el chocolate y se lo daban a chupar a los más débiles, a los que ni siquiera podían acercárselo con sus propias manos. “El que estaba mejor ayudaba al que estaba peor”, recordaba.
El 12 de junio de 1941, más de un mes después de liberado el campo, él y el resto de los españoles abandonaron Mauthausen. Lo más pronto que pudo contactó con su familia mediante una carta para darles la buena nueva, pero su madre ya no estaba para recibir aquella alegría… Su padre Francisco y sus hermanos, después de mucho tiempo, volvían a saber de él. Los españoles pasaron un mes más porque ningún país los reclamaba. La España franquista, que los había condenado, no quería saber nada de ellos… Al final fue Francia la que les abrió las puertas. Allí Francisco recibió un carné de deportado cuyo número era el 110118030. Su vida volvía a estar ligada a un número…
El país galo lo recibió con los brazos abiertos y le brindó unas oportunidades que supo aprovechar. Residió durante varios años en Aubervillers hasta que se mudó a Pantin, en las inmediaciones de París. Estuvo trabajando en una industria cárnica hasta que se jubiló por problemas de salud ya que sufría una afección pulmonar, acaso adquirida en los años de infame encierro y torturas en Mauthausen, que había obligado a su hermana Ana a trasladarse de su pueblo a Francia para poder atenderlo.
Francisco, como recuerdan una y otra vez sus sobrinos, era un hombre generoso; acogió a su sobrino Francisco y a su esposa Rafaela, recién casados, cuando se mudaron de Tolox al país galo para labrarse un futuro. Allí conocieron por vez primera y en persona a su tío Frasco Mingue, aquel que años atrás había huido del pueblo y había pasado todo tipo de vicisitudes por media Europa hasta acabar como exiliado en Francia. Según señalan era muy buena persona, un hombre bondadoso y generoso que seguía manteniendo el contacto con otros compañeros supervivientes y exiliados en Francia y a los que recibía con frecuencia en su casa.
Como el resto de deportados, exiliados y supervivientes, se inscribió en una de las asociaciones creadas al efecto, concretamente en la Union Nationale des Associations de Déportés Internés et Familles de disparus (UNADIF), http://www.unadif.fr/
No pudo volver a España hasta pasadas más de tres décadas. Lo hizo tres años después de que Franco firmara el Decreto-Ley 10/1969, de 31 de marzo, por el que se declara la prescripción de todos los delitos cometidos con anterioridad al 1 de abril de 1939. Como muchos exiliados, no se fiaba. Pero pudo reunir el valor suficiente y entrar en España. Lo hizo completamente aterrorizado, como recuerdan sus sobrinos. Cabría preguntarse que sensación se llevaría al ver su pueblo natal tras esos treinta años de destierro forzoso. Después de tantos años volvía probar el agua de la Fuente Amargosa y a encontrarse con su pasado.
Nunca se mudó definitivamente al pueblo que lo vió nacer y del que tuvo que huir, pero iba y venía de vez en cuando. En unas de sus estancias en Tolox su enfermedad se agravó y murió escasamente pasado un mes a la edad de 66 años, un 10 de junio de 1978. Nunca se casó ni tuvo hijos, pero nunca estuvo solo. Su llama sigue viva en la memoria y el recuerdo de sus familiares y amigos.