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| Refugiados de la serranía de Ronda en la Catedral de Málaga, 1936
 
(Biblioteca Cánovas del Castillo: Legado Temboury) 
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Lucia Prieto Borreguero Estudios e investigaciones 6/9/15
Un refugiado es, según la Convención 
sobre el Estatuto de Refugiados (1951), toda persona que sufre riesgo de
 persecución por motivos de raza o religión, nacionalidad, pertenencia a
 un grupo social determinado u opiniones políticas. Normativas 
anteriores habían surgido como repuesta a la situación creada por los 
desplazamientos de la Primera Guerra Mundial. Antes de la Segunda, el 
problema de los refugiados se manifestó dramáticamente en España cuando 
el avance del ejército sublevado en el verano de 1936, provocó los 
primeros desplazamientos masivos de población hacia la zona republicana.
 Pero no sería hasta la caída de Málaga en febrero de 1937 cuando el 
fenómeno de los refugiados se convirtió en un problema de Estado. Fue 
una respuesta tardía pues durante varios días decenas de miles de 
personas, la mayoría civiles, fueron acosadas por la aviación y los 
barcos franquistas en su huída hacia Almería. Era sólo un tramo del 
recorrido que los andaluces convirtieron en el más largo éxodo de la 
guerra civil española.
 
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Refugiados de Málaga en Valencia, 1937    Fondo Fichero Fotográfico del Ministerio de Propaganda “Archivo Rojo” 
Archivo General de la Administración en colaboración con el 
Servicio de Reproducción de Documentos de la Subdirección de 
los Archivos Estatales. MINISTERIO DE CULTURA. ESPAÑA | 
Entre 1939 y mayo de 1945, millones de 
personas, ciudadanos de los estados surgidos en el Tratado de Versalles 
escapaban de fronteras tan frágiles como las democracias que estrenaron.
 Polacos arrojados de lo que fue Prusia, prusianos empujados hacia 
Alemania por el Ejército Rojo. Después expulsiones masivas de alemanes 
étnicos de lo que volvió a ser Polonia; de Los Sudetes checoslovacos; de
 Eslovenia, de Lituania, de Hungría y de Rumanía. La población de origen
 judío fue arrancada de sus hogares en todos los territorios del Reich y
 de los estados del antiguo imperio austro-húngaro aliados, o 
anexionados con el apoyo de la población alemana; de Italia y de la 
Francia de Vichi. A los movimientos ocasionados por los cambios de 
fronteras se añadieron los desplazamientos de rusos, ucranianos, 
bielorrusos, polacos, estonios, letones perseguidos por el estalinismo. 
En Grecia, la guerra civil que daría paso a la Guerra Fría produjo el 
desplazamiento de decenas de miles de niños en un momento en el que ya 
se había dinamitado el espíritu de Postdam y Churchill, desde Sttetin a 
Trieste veía alzarse una cortina de acero que dividía Europa.
Las palabras de quien había diseñado el mapa del mayor semillero de 
conflictos, el de Oriente Medio, eran algo más que un símil. Europa 
quedó herida por kilómetros de alambradas que atrapaban millares de 
vidas con aspiraciones de libertad. Hungría que había experimentado la 
mayor de las mutilaciones territoriales en el Tratado del Trianon, desde
 la Voivodina serbia hasta la Transilvania rumana, dejó a más de la 
mitad de sus habitantes fuera de sus fronteras, las más meridionales 
–alcanzadas hoy por los sirios— salvaron en su huída hacia el Imperio 
Otománo a los líderes del nacionalismo magiar de la persecución de los 
austriacos. Poco más de un siglo después, fue la frontera con Austria la
 vía de escape de 200.000 húngaros opositores a la tutela soviética 
perseguidos tras la insurrección de 1956. Fronteras de la Guerra Fría 
que dividieron vidas tan cercanas como las que habitaban las dos Alemanias. Durante casi tres décadas, el muro levantado en Berlín era 
diariamente asaltado por gente desesperada, disidentes políticos 
perseguidos por la Stasi o simplemente por quienes en 1962 habían dejado
 su vida al otro lado.
No sólo en Europa habían mutado fronteras y gobernantes, en Asia el 
expansionismo japonés había desplazado a miles de chinos durante los 
años treinta. La ocupación nipona del área del Pacifico impulsó los 
movimientos nacionalistas que tras Hiroshima, en Indonesia, Vietnam, 
Birmania y la India desafiaron a las potencias coloniales que finalmente
 pese a la terquedad de Francia impusieron la descolonización.
La India británica se convirtió en contra de lo soñado por Gandhi en dos
 naciones que nacieron enemigas. Millones de personas huyeron de la 
guerra religiosa –en 1947 se había cobrado 5 millones de vidas—, 
musulmanes hacia la recién creada Pakistán e indues de Pakistán 
occidental y del Golfo de Bengala hacía la Unión India. En total 14 
millones de personas se convirtieron en nómadas hasta reasentarse en las
 nuevas realidades nacionales que, surgidas de la identidades religiosas
 estaban condenadas a enfrentase. Pakistán quedó dividida y en 1971 la 
escisión de lo que se convirtió en Bangladesh provocó la entrada en la 
India de un millón de refugiados.
Los reajustes de fronteras consecuencia de la descolonización habían 
comenzado antes. Sobre los despojos del Imperio Otomano, Gran Bretaña y 
Francia habían diseñado en Oriente Medio un mapa de líneas tan frágiles 
como irreales. Irak, Siria, Transjordania, Líbano emergieron tras la 
Primera Guerra Mundial, tuteladas por occidente según el modelo político
 de sus creadores y manejados en función de los intereses de las 
potencias coloniales. Pero no fue el despojo –consentido por los 
ingleses— de los hachemitas a favor de los Saud de Arabia, ni 
resentimientos fronterizos como el de Irak, creado sin lo que sería 
Kuwait sino la aparición de Israel. Su establecimiento en Palestina 
convirtió a los estados títeres de los europeos en naciones nucleadas en
 torno a la identidad arabo-islámica y generó la movilización de los 
países árabes en sucesivas guerras. Había surgido la cuestión palestina.
 La guerra que en Israel es llamada de Liberación Nacional es para los 
palestinos, la NABKA, el desastre que envió a un millón de palestinos a 
Jordania. El país creado para los hachemitas ocupó hasta 1967 el 
territorio destinado a ser el estado palestino, pero el sueño árabe de 
empujar a los judíos al mar no se cumplió. Tras la victoria de Israel 
varios millones de árabes se convirtieron en rehenes en Gaza y en 
Cisjordania y en refugiados –tras su expulsión de Jordania— primero en 
Líbano y en los años setenta en Túnez.
Las revoluciones nacionalistas en Egipto, Libia o Irak, tanto como el 
desarrollo del islamismo fueron reacciones de los pueblos árabes al 
creciente poderío de Israel. Pero las monarquías conservadoras de los 
países petrolíferos utilizaron el Islam como defensa del orden 
tradicional frente a los regímenes con aspiraciones de secularización. 
En los noventa, la intervención occidental en la guerra del Golfo 
contribuyó a la radicalización de los movimientos islamistas. El 
crecimiento del Frente Islámico en Argelia o de los Hermanos Musulmanes 
en Egipto, representan el fracaso del nacionalismo a favor de la 
religión, tal y como ya había sucedido en 1979 en Irán. Pero fue en el 
Afganistán ocupado por la Unión Soviética, donde el islamismo se 
convirtió en yihadista. La CIA entrenó y armó a un ejército de 
guerrilleros –muyahidin— que durante diez años ensayaron la guerra 
contra el ocupante ruso. Cuando la URSS se retiró, “los afganos” estaban
 listos para combatir la amenaza al Islam en Chechenia y en Bosnia. 
Mientras los miles de refugiados pasthunes que originó la invasión rusa 
de Afganistán engendraban en Pakistán el fenómeno Talibán, la limpieza 
étnica aplicada por Serbia y Croacia durante la guerra de los Balcanes 
provocaba el mayor éxodo de población en territorio europeo desde la 
Segunda Guerra Mundial. El espectáculo de serbios huyendo de la Krajina,
 de musulmanes bosnios tratando de escapar de las milicias serbias fue 
la evidencia de que con el final de la Guerra Fría empezaban otras 
guerras cercanas, próximas. Los refugiados no eran los fantasmas de piel
 oscura que a millones huían de Ruanda hacia el Zaire en conflictos 
remotos, eran gente de piel blanca que se movían muy cerca de nuestras 
fronteras.
Blancos y negros; musulmanes y judíos; cristianos ortodoxos y católicos;
 sij, budistas o brahmanes. Los seres humanos que la guerra convierte en
 nómadas tienen un sólo denominador común: el miedo y el afán de 
sobrevivir. Y en su huída, el hambre, el frio, la sed, el sufrimiento, 
la suciedad, el rechazo y la humillación.
Los campos de refugiados son en cualquiera de las fronteras una 
ignominia habitada, casi de forma general por sectores no combatientes: 
mujeres, niños, ancianos; también por jóvenes que huyen de la represión o
 del alistamiento. Gente que no provocó la guerra pero que la padece. 
Quizá existan dudas sobre las razones que involucran cada vez más a los 
civiles en la violencia política, pero no de quienes se benefician de 
las guerras. Son los que fabrican armas cada vez más baratas y más 
ligeras para que sean utilizadas por mujeres y niños a los que 
considerar enemigos; a las empresas y a los estados que se enfrentan por
 la depredación de los recursos –el agua en Cisjordania, el petróleo en 
Oriente Medio, el gas en el Cáucaso, los diamantes en Sierra Leona, el 
coltán en el Congo…—; a las grandes compañías que reconstruyen la 
devastación, a los bancos que la financian… La “paz” convierte a los 
traficantes en mercaderes, a los saqueadores en empresarios, a los 
usureros en banqueros. En definitiva, la alquimia del poder y el dinero 
transforma a los beneficiarios de la guerra en benefactores y a las 
víctimas en apestados. Acoger a los refugiados es una responsabilidad 
política y una política de Estado, como ciudadanos particulares no 
podemos sino indignarnos ante el cadáver de un niño en la playa y 
conmovernos por el llanto que moja las alambradas. No podemos evitar las
 guerras pero si podemos y exigir que se abran las puertas de la paz y 
que la dignidad y la paz sean con los que llaman.
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Refugiados de Málaga en Barcelona, 1937 
 
(Centro Documental de la Memoria Histórica_PS-CARTELES,1504) 
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